La globalización económica nos enfrenta a una disyuntiva: la diversificación de la oferta puede capacitar al consumidor para decidirse por el producto que le ofrezca mayor calidad o puede sumirlo en una postura acrítica, a la deriva, en la que prevalece la tendencia irreflexiva al consumo.
Ambas parecen ser opciones atractivas sólo desde la perspectiva del productor y/o comercializador; en la primera, la atención a las demandas de los consumidores resulta ser una opción que promete rendir enormes ganancias, y, en la segunda, la seducción del cliente, sólo por la apariencia de los productos, constituye el reto de los oferentes, quienes enarbolan la bandera de la innovación y creatividad constantes, en aras del objetivo económico.